Y si es cierto que lo jurídico pudo servir para representar, de manera sin duda no exhaustiva, un poder centrado esencialmente en la retención y la muerte, resulta absolutamente heterogéneo respecto a los nuevos procedimientos de poder que funcionan no en el castigo sino en el control, y que se ejercen en niveles y en formas que desbordan el Estado y sus aparatos. Hace ya siglos que hemos entrado en un tipo de sociedad en la que lo jurídico puede cada vez menos codificar el poder o servirle como sistema de representación. Nuestra línea de pendiente nos aleja cada vez más de un reino del derecho que empezaba ya a retroceder hacia el pasado en la época en que la Revolución Francesa y, con ella, la edad de las constituciones y los códigos, parecían convertirlo en una promesa para un futuro cercano.
En esa representación jurídica la que todavía está en obra los análisis contemporáneos sobre las relaciones del poder con el sexo. Ahora bien, el problema no consiste en saber si el deseo es ajeno al poder, si es anterior a la ley como se imagina con frecuencia, o si, por el contrario, es la ley la que lo constituye. Ése no es el punto. Ya sea deseo esto o aquello, de cualquier manera se continúa concibiéndolo en relación a un poder siempre jurídico y discursivo, un poder que encuentra su punto central es la anunciación de la ley. Se permanece aferrado a una determinada imagen el poder-ley (…) Y es de esta imagen que es preciso librarse, es decir, del privilegio teórico de la ley y de la soberanía, si se quiere realizar un análisis del poder dentro del juego concreto e histórico de sus procedimientos. Es preciso construir una analitica del poder que ya no tome al derecho como modelo y como código. (…) Pensar a la vez el sexo sin la ley, y el poder sin el rey. Michel Foucault, La voluntad de saber
En 1966, diez años antes de la aparición del primer volumen de la Historia de la sexualidad de Michel Foucault, un grupo de mujeres en Italia atacaba, ya, la hipótesis represiva. El Demau, abreviación de “desmitificación del autoritarismo patriarcal”, no tomaba éste como la opresión masculina, sino que señalaba simplemente la existencia de un problema entre las mujeres y la sociedad, y que no eran las mujeres quienes planteaban un problema a la sociedad (aquello que se denomina la “cuestión femenina”), sino la sociedad quien planteaba un problema a esas mujeres. Desde su perspectiva, la política de integración es para su caso lo que la manzanilla es a una enfermedad grave, porque la separación femenina, incluso en la marginalidad que conlleva, deviene, una vez reapropiada, un punto de partida ofensivo y no ya una fuente de debilidad. Esta aproximación antepone la diferencia femenina contra el mito de la igualdad construido a partir del metro de medida masculino. Pero al mismo tiempo, la apuesta consistía en operar una revolución simbólica que diera a las mujeres los instrumentos para construir otra categoría del mundo que las viera como sujetos, una nueva trascendencia que permitiera a los cuerpos femeninos decirse y pensarse sin sublimarse. “El hombre – escribe Carla Lonzi – ha buscado el sentido de la vida más allá de la vida y en contra de la vida misma; para la mujer vida y sentido de la vida se superponen permanentemente.” Se trataba de un ataque dirigido contra la cultura, que colocaba las bases de una práctica distinta, de otra aritmética de los posibles: acusar a la filosofia de haber espiritualizado la jerarquía de los destinos asignados al hombre a la trascendencia y a la mujer a la inmanencia equivalía a reivindicar para sí el derecho a hacer la historia, a concebir de otra manera el nacimiento, la muerta y la guerra, a decir su palabra sobre lo que es viable y deseable.
“Tanto a la cultura humana – leemos en No creas tener derechos – como a la libertad de las mujeres hacen falta el acto de trascendencia femenina, la mayor cantidad de existencia que podamos ganar al superar simbólicamente los límites de la experiencia individual y la naturalidad del vivir”, pero la historia avanza por otra dirección. En los años setenta, en Italia, la toma de consciencia femenina se dio bajo el estandarte de la opresión sufrida; la “condición femenina” no reflejaba la realidad social y política articulada que habría tenido que aportar, pero sí mostraba a unas mujeres deseosas la libertad y de potencia una imagen degradante y deformada con la que ellas tenían el deber moral de identificarse y que extinguía todo entusiasmo.
A partir de 1970, en Italia, tras prestar atención a la experiencia estadounidense, algunos grupos de autoconsciencia comenzaron a constituirse. El silencio era vencido pero la satisfacción permanecía todavía lejana: escuchar historias de mujeres que sin ninguna razón se vivían como inferiores en la familia, en el trabajo y en los grupos políticos, acaba por producir una caja de resonancia que hacía de esta realidad contingente algo infranqueable. “Esto nos hace conscientes – pero no nos da instrumentos, no nos hace desarrollar ningún poder contractual en la transformación de lo social, sólo consciencia y rabia” (No crea tener derechos) Y no obstante, en esas palabras intercambiadas entre mujeres que anteriormente habían sido mudas, algo había tomado cuerpo que se conservó en la tradición feminista: una cierta relación de intimidad y abstracción con la esfera de lo sensible, un vaivén entre concreción y abstracción que agrietaba la superficie lisa de los discursos de legitimación del poder.
Poco a poco, los grupos de mujeres salieron de la inocencia, esa prisión en la que la sociedad las tenía confinadas y de la cual el separatismo se avergonzaba en hacerlas salir. Hacía falta liberarse de la imagen de la “madre mortífera” (L´erba voglio, n.15) que alimenta pero devora, imagen a la vez de la devoción hacia el prójimo y de la heteronomía, de aquella que renuncia a la violencia pero la ama en el hombre por procuración otorgada y contra sí misma.
Acerca de las relaciones en los grupos de mujeres, leemos en 1976: “Excluyendo la agresividad todo se conserva puro en la superficie, incluso si en el interior de nosotras, entre nosotras, en profundidad algo se vuelve cada vez más amenazante; ¿lo que se queda afuera no será por casualidad algo reprimido y prohibido desde siempre a las mujeres? Las mujeres son tiernas, todo el mundo lo dice, ¿debemos escuchar lo que todo el mundo dice, o bien lo nuevo y extravagante que sucede entre nosotras?” (No creas tener derechos)
Contra la madre mortífera surgía la idea de la “madre autónoma”: “Para decirlo más sencillamente, existe un miedo femenino a exponer el deseo propio, a exponerse con su deseo, que lleva la mujer a pensar impiden su deseo, y es así como ella lo cultiva y lo manifiesta, como la cosa que le es negada por la autoridad exterior. En esta forma negativa el deseo femenino se siente autorizado a expresarse. Pensemos por ejemplo en la política femenina de la paridad, llevada por las mujeres que jamás se hacen fuertes por una voluntad propia sino sola y exclusivamente por lo que los hombres tienen para ellas solas y que les es negado.” (No creas tener derechos)
Sin embargo, el fantasma de una infancia angustiosa, imposible de echar fuera, continuaba acosando las relaciones entre mujeres. “He experimentado una envidia insensata – cuenta Lea, implicada en la experiencia de los grupos de mujeres – por mis amigas que volvían de Portugal (en ese entonces, en 1975, estaba en curso una tentativa de revolución social en Portugal), que vieran ‘el mundo’, que guardaban una familiaridad con el mundo. Me sentí extraña por su experiencia, pero no indiferente. La consciencia de nuestra realidad/diversidad de mujeres no puede volverse indiferencia al mundo sin sumergirse de nuevo en la existencia…Nuestra práctica política no puede provocarnos el daño de reforzar nuestra marginalidad. ¿Cómo salir del punto muerto? ¿El movimiento de las mujeres tendrá la fuerza y la originalidad de descubrir la historia del cuerpo sin dejarse tentar por el infantilismo (refuerzo de la dependencia, omnipotencia, indiferencia al mundo, etc.)” (Sottosopra, n.3, 1976)
A partir de 1975, numerosas librerías de mujeres eran abiertas en todo Italia siguiendo el ejemplo de la Librarie des femmes parisina; y centros de documentación y bibliotecas de mujeres surgían también. Cuanto más tomaba forma la alternativa, más aumentaba la moderación y la “satisfacción de sobrevivir” se volvía predominante.
La riqueza del movimiento italiano, que radicaba en apostar sobre prácticas de subjetivación que se desvinculaban del miserabilismo antes que sobre el psicoanálisis y la función terapéutica de la agregación, ahora se giraba contra él. La historia de la Casa de Col di Lana abierta en la primavera de 1976 describe un fracaso considerable: “Cuando la Casa fue arreglada – cuentan las protagonistas – las mujeres vinieron a montones. Durante reuniones enormes, el miércoles por la tarde, la sala principal se encontraba llena. Pero pronto fue claro que este lugar más grande y abierto ni siquiera funcionaba para la confrontación política extendida. Sus dimensiones no hacían otra cosa que ampliar el fenómeno de la pasividad de muchas reuniones de pequeño número. Siempre que la sala se llenaba de 150 a 200 mujeres, se ponían a hablar de la lluvia o del buen tiempo de la manera más agradable, como lo hace una clase de mujeres en espera del profesor. Ese estado de espera a medias paraba cuando una u otra, pero eran siempre las mismas, pedía comenzar el trabajo político por el cual se encontraban reunidas. El trabajo avanzaba con las intervenciones de una u otra, siempre las mismas, una decena aproximadamente, y las demás escuchaban. No había modo de cambiar ese ritual. Si ninguna de las diez comenzaba el trabajo, las demás continuaban parloteando con la misma vivacidad. Si, una vez que el debate había comenzado, ninguna de las diez retomaba la palabra, reinaba en la enorme sala un perfecto silencio. Los temas debatidos eran igualmente impotentes para agitar la situación. Al final como es fácil imaginar, ningún tema tenía ya razón de ser discutido salvo la situación misma que se había creado ahí y la tentativa de descifrarla. Pero ni siquiera este tema tuvo ningún efecto de transformación. Fue planteado y discutido por las mismas diez que hablaban ante la presencia inevitablemente muda de las demás. Era un fracaso total.” (No creas tener derechos)
La escisión de este gran grupo silencioso de mujeres que ostentaba su simple presencia masiva y enigmática contra la voluntad política de las diez que hablaban, dio lugar a doce comisiones de trabajo en las que el silencio tuvo que ser roto. Esas mujeres explicaron que temían a la conflictualidad política, que la percibían como algo amenazante para la solidaridad entre mujeres y la cohesión de lo colectivo, en resumen, para su nuevo equilibrio subjetivo. Esas mujeres se habían efectivamente subjetivado, pero de una manera paralizante. Su práctica constructiva, hecha de discurso y de transmisión de un saber distinto, a fuerza de nunca enfrentarse a lo que la contradecía se veía sin palabras y sin ninguna curiosidad. Lo que esas mujeres temían perder al exponerse, lo habían perdido ya desde hace mucho tiempo: la unidad protectriz que querían a todo precio preservar había muerto por su temor a modificarla, ellas no tenían ya nada que decir, habían recomenzado a sobrevivir en el margen, situación que su encuentro tenía supuestamente la intención de sacarlas. “El colectivo, si hemos comprendido bien, no era por consiguiente el lugar de existencia autónoma posible, sino el símbolo vacío que las mujeres tienen de dicha existencia.” (ibíd.)
El temor a regresar a la dependencia del hombre volvía poco exigentes las relaciones entre mujeres, las nivelaba desde abajo: toda divergencia se volvía un peligro. Ahora bien, una política que sólo contamina a un solo sexo no contamina. Las prácticas sucesivas de la librería de las mujeres de Milán iban en una dirección que pretendía oponerse a ese inmovilismo mediante la asunción de las discrepancias entre mujeres. La práctica de confiarse a una “madre simbólica” se volvió el centro de su acción y de su relación. La “mujer más grande que yo”, que supuestamente constituye la mediación infranqueable y más fiel con el mundo, reabsorbía el diferencial de poder al encarnarlo. La autoridad era juzgada legítima porque sacaba a las mujeres de una falsa sonoridad generadora de neurosis e inmovilismo. La fase extática del feminismo diferencialista se volvía a cerrar sobre la madre autoritaria.
El rechazo de la hipótesis represiva no desemboca, aquí, en su consecuencia lógica: el abandono del separatismo y la hipótesis mixta. Pero ¿por qué entonces, si es esta última perspectiva la que consideramos, conservar el nombre feminismo y no sumergirlo en el pensamiento del género o en la teoría queer?
Por varias razones: la primera es que los movimientos de mujeres nunca han sido movimientos de minoría: las mujeres, es bien sabido, son numéricamente mayoritarias sobre el planeta; la segunda es que las mujeres, por su muy larga ausencia en la escena del saber y del arte, fueron civilizadas de manera imperfecta, sin trascendencia propia, y por esta razón siguen siendo portadores de una potencia política por venir: fueron integradas a la gestión y al capitalismo, pero no realmente a sus formas políticas.
La cuarta razón es que las mujeres se deconstruyen en cuanto mujeres desde hace ya mucho tiempo, pero esto no basta para mantener la promesa de una práctica política de libertad que una medio y fin: “En tanto una mujer exija reparación de un daño, sin importar lo que ella obtenga, no conocerá jamás la libertad (…). La libertad es el único medio para alcanzar la libertad.” (No creas tener derechos)
TIQQUN Órgano consciente del Partido Imaginario – Ecografía de una potencia p.17-24.
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Teoría y práctica del feminismo italiano en la década de setenta